Huera, C. (coord.); Milicua, J. (asesor), Historia del arte. Enciclopedia temática Planeta. Barcelona: Planeta, 1974.págs. 248-264.
El supuesto renacimiento de la antigüedad clásica fue entendido ya en el propio s. XVI como superación de lo que se consideraba la total ruina en que había caído el arte durante el largo paréntesis de la edad media y como única vía para alcanzar el ideal de la suprema belleza (G. Vasari). Tales niveles de apreciación surgieron, sin duda, de los principios humanísticos de valoración estética, principios basados en la exaltación de una naturaleza concebida o no bajo un prisma de realidad absoluta, y de la paralela transformación político-social de la sociedad italiana del quattrocento. Sin embargo, no debe considerarse la plástica renacentista como culminación del desarrollo medieval ni de la evolución del arte occidental, sino como medio de expresión de una nueva cosmovisión, de una nueva manera de entender el hombre y su relación con el universo. Las aportaciones genéricas de la pintura del Renacimiento deben analizarse, pues, bajo dos aspectos: el conceptual, centrado particularmente en la temática, y el formal. Por una parte, en el Renacimiento -y no debe olvidarse que la humanitas puede estar en contraposición con el escolasticismo, pero no con el pensamiento cristiano- perduró la iconografia religiosa heredada de la baja edad media, aunque con una clara intención secularizadora y. contemporanizadora, que se evidencia tanto en el tratamiento de los personajes en sí como en el de su entorno. Por otro lado, el progresivo poder de los grandes comerciantes y banqueros, que llegaron a dominar los estados señoriales y las repúblicas aristocráticas de la Italia cuatrocentista, hizo que la producción artística dejara de ser exclusivamente eclesial o áulica, como lo había sido en la edad media. Surgió entonces la figura del mecenas, que protegía paternalmente al artista, al que exigía la exaltación de su efigie (de ahí el nacimiento de un nuevo género, el retrato), y al que encargaba obras para decorar sus estancias particulares. En Florencia, los Médicis apoyaron desde Paolo Uccello y Filippo Lippi hasta Ghirlandaio, Botticelli y Miguel Ángel; en Urbino, Federico de Montefeltro fue el gran admirador y protector de Piero della Francesca; en Ferrara, la casa de Este, caracterizada por su dominio tiránico, acogió a Cosmé Tura y Francesco del Cossa; en Milán, los Sforza protegieron a Leonardo da Vinci, y en Roma fueron los papas los grandes impulsores del arte. Los nuevos benefactores exigían, consecuentemente, una temática distinta; los banqueros, comerciantes y guerreros gustaban, en su afán de culturizarse, de los heroicos temas mitológicos, es decir, de aquellos que permitían la exaltación del desnudo sin quebrantar la moral cristiana ; les complacían las recreaciones históricas, particularmente las bélicas, y les parecían moralizadoras las representaciones alegóricas de la Justicia, la Fe, la Castidad, etc […].(Joan Sureda, de «La pintura del Renacimiento»)