Maestros de la pintura flamenca del siglo XVII en las colecciones del Museo del Ermitage. Cat. Barcelona: Fundació La Caixa. 2003. págs. 42 -52
El 17 de abril de 1640, Peter Paul Rubens dictó una carta dirigida a su amigo el escultor François Duquesnoy, que se hallaba por aquel entonces trabajando en Italia, en la que le comentaba que la muerte le estaba cerrando los ojos para siempre. Los ataques de gota, que habían ido aumentando de intensidad y frecuencia desde principios de año, no le dejaban coger los pinceles para acabar las “mitologías” que debía pintar, por encargo de Felipe IV, para el Salón Nuevo del madrileño Palacio de los Austrias. La anunciada muerte que jugueteaba entre carnes opulentas y deseantes en muchas de las obras de Rubens, arrebató definitivamente el aliento al maestro el 30 de mayo de 1640 faltando tan solo unos pocos días para que cumpliese 63 años y pocos meses después de ser nombrado miembro honorario de la Accademia di S.Luca de Roma. Los restos mortales del artista más afamado y estimado de su época, señor de Steen, secretario de Su Majestad Católica, caballero del Espíritu Santo y pintor del Cardenal Infante Fernando, fueron enterrados en 1643 en Saint-Jacques de Amberes, colegiata cuyas piedras góticas habían visto sucederse, en la segunda mitad del siglo XVI, las razzias iconoclastas, la cohabitación de católicos y protestantes, el triunfo calvinista y, finalmente, en 1585 la reinstauración del culto católico. En el altar de la capilla funeraria ,situada en el eje de la cabecera de la iglesia, se dispuso una tela pintada por Rubens en la que el Niño coronado por angelillos y sostenido tiernamente por María recibe la adoración de los penitentes Jerónimo y María Magdalena, ésta entrada en carnes que no denotan los rigores del desierto y con el pecho al descubierto, de otras mártires de dulce mirada, de un obispo que besa la mano al Niño (¿Roberto Belarmino?) y del megalomartir Jorge, vencedor del dragón. La leyenda quiso ver en el rostro de la Virgen el retrato de Isabel Brant, la primera mujer de Rubens; en el de la Magdalena el de su segunda mujer, Elena Fourment, con quien casó a los 53 años teniendo ella 16, y en el de san Jorge el del propio pintor. En el epitafio escrito en 1677 por Roger de Piles y grabado en la lápida que sella , en el suelo de la capilla, la tumba del pintor, se lee : “[…]QUI INTER CAETERAS QUIBUS AD MIRACULUM EXCELLUIT DOCTRINE HISTORIAE PRISCAE, OMNIUMQ[UE]‚ BONARUM ARTIU[M]‚ ET ELEGANTIARU‚ DOTES NON SUI TANTUM SAECULI, SED ET OMNIS AEVI APELLES DIGI MERUIT […]”, es decir, “[Rubens] entre muchas habilidades , en las cuales el como un milagro sobresalió, en la sabiduría de la historia y en todas las bellas y nobles artes, por ello recibió el famoso nombre de Apeles de su tiempo y de todos los siglos[…]”. Desde el Renacimiento, el parangonar a un artista de la época con otro de la Antigüedad- Apeles, Protógenes o Zeuxis comúnmente- fue un recurso literario que afirmaba la alta estima que habían alcanzado tanto él como su trabajo y , al mismo tiempo, la esperanza de que su fama perviviese más allá de cualquiera de sus obras. Esa corroboración del artista en ocasiones alcanzaba un grado tal de exaltación que llegaba a equiparársele con el deux artifex. Por “artista divino” fue tenido Rafael y “artista divino” fue también considerado Rubens por Roger de Piles en su Abrégé de la vie des peintres... y en su Cours de peinture par principes, textos en los que el pintor, coleccionista y escritor francés estableció con “pedanteria escolástica” cuatro categorías para enjuiciar numéricamente a los artistas : dibujo, colorido, composición y expresión. En tal escala de valores ( la máxima calificación ,inalcanzable, eran 20 puntos, la posible 18 ), Rubens consiguió una suma ( 65 puntos) tan sólo igualada por Rafael .Con ello, la disputa secular entre Rafael y Miguel Angel quedaba superada y se apuntaba la querella entre los seguidores de Rubens o, lo que es lo mismo, de la modernidad y el color, y de Poussin, o de lo académico y el dibujo. A tenor de la mencionada pintura que dispuso para que le acompañara en el disfrute de la fama imperecedera, en sus últimos años, sin abdicar de su armoniosa plenitud y de su exuberancia vital, el “moderno” Rubens quiso seguramente mirarse en el espejo de aquellos santos que como María Magdalena y Jerónimo estaban considerados símbolos por excelencia de la caducidad de las cosas de este mundo: el uno de la belleza del cuerpo humano, el otro de la ciencia. Pero el arte y su belleza, a diferencia de la vida y de la belleza humanas, no se marchitan ni caducan con el transcurrir de los años: si la vida es breve, el arte es perenne. Lo es el arte, pero los artistas que, como hicieron Rubens y Van Dyck entre otros muchos, tentaron a la vanidad en sus autorretratos y aún en su vida ,el propio arte los ha entendido como símbolo de todo aquello que es efímero . La exposición […] presenta algunos retratos espejo de las vanidades humanas, como el de las Damas de honor de la reina Enriqueta María ( las rosas que una de ellas muestra con una de sus manos sobre el suntuoso chal rojo cereza es símbolo de lo fugaz de tales vanidades) o el de Henry Danvers, Conde de Danby, vestido como caballero de la Orden de la Jarretera ( que contrapone la fastuosa teatralidad de los terciopelos y satenes con la humilde huella del dolor humano-la herida cercana al ojo izquierdo-) pintados por Van Dyck y el Retrato de anciano de Jacob Jordaens en el que lo eterno del arte ( el escenario arquitectónico que pone al descubierto la cortina roja corrida) disputa con ventaja temporal con el deterioro de la naturaleza humana, tan monumental como la arquitectónica pero inevitablemente perdedora. De esa disputa no se salvan ni los propios artistas, a veces sólo modestos, aunque intensos en convertir pintura en alma, iconos del recuerdo ( Retrato de Iñigo Jones, de Van Dick ), a veces desafiantes en su apoyarse en el pasado para asentarse en el presente y conquistar el futuro ( Autorretrato del “pittore cavalieresco” Van Dick) y otras a caballo entre lo religioso y lo págano- entre Tobías y el ángel y la estatua de Hécate- en la réplica anónima del perdido autorretrato con su hijo Alberto que Rubens debió pintar a finales de la década de 1610. De esta época, o algo anterior, debe de ser también el Retrato de familia que pintó el protestante profeso que era Jacob Jordaens. Retratista de burgueses, convierte lo que en la obra que de parecido tema conserva el Museo del Prado es afirmación del rango social adquirido por el pintor en un entorno social boyante y un feliz y tranquilo ambiente familiar, en una escena coral absolutamente contaminada por la iconografía y los significados religiosos. Lo que en un lienzo- en el del Museo del Prado es conciencia social, vanidad, orgullo y, en todo caso, amor, en la pintura del Museo Ermitage roza la ironía herética de la tradición cristiana , como Velásquez roza la pagana en los Borrachos o Triunfo de Baco. Jordaens sigue - traicionándolo- al Durero del Autorretrato con pelliza que se conserva en la Alte Pinakothek de Munich, obra probable de 1500, en la que el pintor alemán asume la iconografía de la Santa Faz, de la Vera Icon, alcanzando con ello el grado supremo de la creación. El afán de encumbramiento, tomando como modelo a la Antigüedad intensamente amada por Rubens- había comenzado mucho antes, seguramente con Giotto, pero en paralelo a Durero tuvo una de sus manifestaciones más excelsas en la decoración mural que, por encargo del protonotario pontificio Troilo Baglioni, Bernardino di Betto llamado el Pinturicchio, llevó a cabo en una de las capillas de Santa Maria Maggiore en Spello. En el episodio de la Anunciación, el pintor se retrató en una tabla enmarcada en oro que cuelga del muro que cierra la zona derecha de la composición . Pinturicchio concibió este fragmento de muro de la Anunciación en función de su retrato, que aparece amparado y, a la vez, encumbrado por dos naturalezas muertas “ a la flamenca” avant la lettre. En la parte inferior del autorretrato una cartela da razón del nombre del pintor y de su lugar de nacimiento : “BERNARDINVS PICTORICIVS PERVSINVS”, es decir “Bernardino Pinturicchio perusiano”. De la cartela cuelga rítmica y simétricamente una guirnalda de cuentas cristalinas, en cuyo centro, cruzados, se exponen los atributos de la pintura: pinceles y pluma. En la parte superior del autorretrato , la cartela ha sido sustituida por un anaquel de madera en el que se apoyan una palmatoria con la vela apagada, libros- uno de ellos sobre una caja-y un tintero de vidrio. Son objetos que no hablan de nombres ni de lugares, sino de vida-también de muerte-, de misterio, de trabajo, de sabiduría y quizá de deseo: el que expresa la invocación del texto del libro abierto que ha sido transcrita, no sin controversias, del siguiente modo: “affinché […] il Signore o la Grazia divina si degni di illuminare l’ intelligenza e sostenere la mano dell’ artista che si accinge ad illustrare i suoi misteri”, o sea, “ de manera que […] el Señor o la Gracia divina esclarezca y sostenga la mano del artista que se dedique a ilustrar sus misterios”. La guirnalda de cuentas cristalinas es aquí el lienzo blanco de presencia casi sacra que se comba entre los soportes del anaquel y cae recto en los extremos; los atributos de la pintura no son otros que el retrato del propio pintor que devuelve la mirada a todo aquel que le quiera mirar. Dante ya advirtió, sin embargo, de lo transitorio de la fama. En el Canto 11 (91-96) del Purgatorio escribió: Oh vana gloria de l’ umane posse! Com poco verde in su la cima dura, Se non è giunta da l’ etati grosse! Credette Cimabue ne la pittura tener lo campo, e ora ha Giotto il grido, sì che la fama di oclui è scura. (¡Oh vanagloria de la grandeza humana! ¿Cúan poco dura tu verdor sobre la cumbre si no se sigue una época de decadencia. Se creyó Cimabue reinar en el campo de la pintura, y ahora es Giotto el que tiene la fama, de modo que la fama de aquél se ha oscurecido.) Para el poeta, paradójicamente, de siempre laurado, la fama de las cosas del mundo no es más que un soplo de viento que ora viene de aquí, ora de allá y cambia de nombre como el viento cambia de dirección. A lo largo de la historia, el viento de la fama varió para Pinturicchio, pero su rostro ha permanecido inmarcesible en Spello devolviendo una altanera mirada de pintor a todo aquel que le quiso- y le quiere- mirar. […]. El mito que toma cuerpo en un relieve en grisalla es el de Níobe, la hija de Tántalo , rey de Sípilo, que según Homero casó con Anfión rey de Tebas, del que tuvo una numerosa descendencia: seis hijos y seis hijas, aunque otros autores ( Esquilo, Sófocles, Eurípides, Apolodoro y Ovidio) aumentan el número a siete varones y siete hembras e incluso otros ( Baquílides, Píndaro, Hesíodo) la hacen madre de veinte hijos. Fuera cual fuese, llenó de tanto orgullo la prole a Níobe que la mortal se creyó diosa, llegándose a mofar de la dulce Leto por tan sólo haber dado a luz a un hijo, Apolo, y a una hija, Artemis. Pero el ultraje no cayó en el olvido, y Apolo y Artemis asaetearon y dieron muerte a los hijos e hijas de Níobe, la cual fue transformada en una roca, imagen viva del eterno silencio del dolor humano y del desmesurado orgullo de aquellos que piensan que están por encima de las facultades humanas y consideran que “ ni siquiera el propio Dios es más feliz o más poderoso”. Nadie más orgulloso que el pintor y ninguno tanto como el que “recibió el famoso nombre de Apeles de su tiempo y de todos los siglos”. (Joan Sureda, de »La pintura flamenca y la vanagloria de la grandeza humana»).