Planeta, Barcelona, 2006 (Vol.VI. Sureda,J.; Erlande-Brandenburg,A.)
Aunque también se habla - impropiamente y entre otros- del Islam o del Japón medievales, el concepto de Edad Media se refiere a un largo período del Occidente europeo que transita desde el siglo V, es decir, desde la desintegración del Imperio romano occidental –el año 476 en el que el germano Odoacro depone al emperador Rómulo Augustulo se suele tomar como fecha simbólica– hasta el entorno de 1500. Un momento este último que se inicia con la caída de la bizantina Constantinopla, capital de la antigua pars orientalis del Imperio romano, en manos de los turcos otomanos (1453), concluye con la reforma protestante (1517) y que tiene una de sus empresas más emblemáticas en los viajes marítimos de “descubrimiento” de nuevas rutas asiáticas, fuesen los que se dirigían hacia el sur rodeando África y el Índico o los que derivaban hacia el Oeste surcando el Atlántico, los cuales propiciaron el encuentro (1492) de las culturas y civilizaciones del Viejo y Nuevo Mundo separadas hasta entonces por el desconocimiento y el mar. Fue también en esta época de transición cuando se forjó el concepto de edad o tiempo medio, recayendo en Giovanni Andrea Bussi la gloria de ser el primero en utilizar la expresión media tempesta, lo que hizo en el elogio fúnebre dedicado a Nicolás de Cusa incluido en el prefacio de la editio princeps de Apuleyo ( Roma, 1469), en el que reconocía que el Cusano dominaba tanto la historia antigua como la moderna y que incluso, en su saber, tenía conciencia de la historia de la “edad intermedia”. Con ello, y seguramente sin columbrarlo tan siquiera, el humanista obispo de Aleria apuntó una división cronológica de Occidente: antiguo-medieval- moderno, que en lo fundamental ha perdurado hasta la actualidad. Fue no obstante Christoph Cellarius quien en Historia Medii Aevi a temporibus Constantini Magni ad Constantinopolim a Turcis captam (1688) dio unos límites, un contenido y un sentido histórico a la división y a la Edad Media: entre un pasado glorioso –el de la Antigüedad- y un presente también esplendoroso, que lo es por espejarse en el pasado, se extiende una edad intermedia monolítica, caótica, tenebrosa vandálica e ignorante no solamente ajena sino obstaculizadora de cualquier tipo de progreso. Tan sesgada interpretación del medioevo, gestada en el fervor intelectual y artístico del Renacimiento y desarrollada por los polemistas e historiadores luteranos, fue consolidada por los intelectuales de la ilustración: "cuando uno deja la historia del Imperio Romano para adentrarse en la de los pueblos que le sucedieron en Occidente –escribe Voltaire en su ambicioso tratado de historía universal Essai sur les moeurs et l´esprit des nations (1756)-, se asemeja a un viajero que, saliendo de una ciudad espléndida se adentrase en un paraje desértico e inhóspito. Veinte jergas bárbaras suceden a la hermosa lengua latina que se hablaba desde los confines de Iliria al monte Atlas. En lugar de las sabias leyes que gobernaban la mitad de nuestro hemisferio no se encuentran más que costumbres salvajes”. Escribe ciertamente eso, si bien en la estructura del libro distingue claramente dos etapas medievales, sin llamarlas propiamente así: la de Carlomagno y su tiempo y la que abarca del siglo XV al XVI, etapas que ya habían sido señaladas por el italiano Ludovico Antonio Muratori en Antiquitates italicae medii aevi (1738-42), voluminosa obra en la que, sin dejar de reconocer la “barbarie medieval”, el bibliotecario de la Ambrosiana de Milán abre el camino a la valoración positiva de los cambios que se producen en las sociedades occidentales – especialmente las italianas- a partir del año 1000. En el siglo XIX la tendencia apuntada por Muratori gana terreno y el romanticismo y los nacionalismos intentan ver más allá de las tinieblas que hasta entonces envolvían la Edad Media, tanto la Alta Edad Media como la “verdadera” o Baja Edad Media, es decir, la que transcurre ente el año 1000 y las postrimerias del siglo XV, la del arte románico – que adquiere entidad propia en frente a lo bizantino- y del gótico. Lo intentan, pero en realidad lo que hacen es construir una imagen ideal y a la vez canónica de la sociedad de la Edad Media, una sociedad cristiana tutelada intelectualmente por la Iglesia, imagen que alimenta una cierta moda medieval de la que el revival gótico o neogótico es uno de sus principales exponentes. No es hasta el siglo xx, cuando la historiografía medieval, apoyada por otras ciencias como la arqueología, supera críticamente las interpretaciones peyorativas y , en lo que respecta a la Baja Edad, define un período renovador: el de una naciente Europa feudal desligada del mundo oriental que gracias a distintos factores, - entre ellos el climatológico- disfruta, excepto en los reinos hispánicos- de una cierta estabilidad fronteriza que repercute en un notable aumento demográfico, en la estabilización de los asentamientos humanos y en una economía boyante. Es un ciclo que se agota a finales del siglo XIII, que a lo largo del XIV da lugar a un tiempo de incertidumbres económicas y sociales dominado por las guerra el hambre y la peste, y que en la centuria siguiente parece asentarse de nuevo con la cada vez mayor presencia social y cultural de las ciudades, del poder real y del pensamiento laico. (Joan Sureda, «El centelleo del Occidente cristiano»).