Planeta, Barcelona, 2006 (Vol.VIII. Sureda, J.; Triadó, J.R.; Rossi, S,)
En la Descripción de los ornatos públicos con que la Corte de Madrid ha solemnizado la feliz exaltación al Trono de los Reyes nuestros señores Don Carlos III y Doña Luisa de Barbón..., el anónimo cronista no duda en afirmar que las Bellas Artes pertenecen "al gusto", y que dado que no hay persona que no quiera desairarse confesando que no lo tiene, son tanto los jueces como los espectadores. Estos "lucen su inteligencia censurando, y nunca elogian; porque para esto es menester conocimiento fundado que no tienen, y para lo otro [la censura] basta un poco de vanidad o de malicia". El público -cualquier espectador- empezaba a tener libertad de opinión sobre el arte: libertad de apreciarlo y libertad de criticarlo. y la belleza empezaba a dejar de ser algo absoluto sujeto a cánones y dogmas para pasar a considerarse algo relativo e incluso subjetivo. Era un signo, de los muchos que podríamos hallar en la época, del inicio de una nueva era en la creación y en la consideración del arte, inicio que se correspondía con un importante giro histórico. Efectivamente, la mencionada Descripción fue publicada por la Imprenta Real de Madrid en 1789, año en que, en Francia, la Asamblea Nacional Constituyente formada tras la reunión de los Estados Generales votó la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano inspirada en la Declaración de Independencia estadounidense de 1776 y sustentada en e! espíritu filosófico del "siglo de las luces": e! siglo de las revoluciones, e! siglo de Montesquieu, Diderot, Rousseau, Voltaire y Kant, el siglo de Leibniz y Newton, e! de Bach, Mozart y Vivaldi, e! de Watteau, Boucher, Tiepolo... y el de Goya. Junto a la supresión de los derechos feudales, la Declaración, en cuyos artículos se definen los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, como la libertad, la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión y otros como la libre comunicación de pensamientos y de opiniones, supuso la extinción del viejo orden y e! emerger de la Edad Contemporánea. Se aniquiló la monarquía absolutista levantada sobre e! derecho divino de los reyes, los viejos esquemas de la economía fundamentalmente agrícola se tambalearon ante e! incipiente proceso de industrialización y la rígida división social en tres estamentos (el de la Iglesia, el de la nobleza y e! de! pueblo llano) quedó afectada gravemente. Lo que se desmoronó fue el mundo que, en Occidente, había avanzado sobre e! Renacimiento y e! Humanismo, un mundo forjado en un complejo, multiforme y caótico siglo XVI -más concretamente a partir de 1527, año del Sacco de Roma-, en el que la persistencia soterrada de lo medieval y la presencia notoria de la religión como generador -profundo y aparente a la vez- de realidades espirituales, sin duda, pero también temporales (Reforma protestante, Reforma católica, Inquisición, guerras, etc.) no impidieron que empezase a germinar la "primera modernidad", la modernidad del libro y de la imagen. En ese "mundo", a veces denominado, bajo una óptica histórica prioritariamente francesa y anacrónica, Ancien Régime (Antiguo Régimen), el arte, con la razón en ocasiones y en ocasiones con el sentimiento, se convirtió en espejo retador de la naturaleza. De 1527 hasta mediados de siglo, el Manierismo -la tercera maniera, la perfecta según Giorgio Vasari- superó las fronteras territoriales, sociales y culturales en las que se había forjado (la Florencia de nuevo medicea y la Roma papal -que ya empezaba a ser referente insoslayable del arte -lo sería a lo largo de casi tres siglos-), alcanzó el Norte (Perino del Vaga se puso al servicio de Andrea Doria en Génova y Andrea Sansovino del dogo de Venecia) y el Sur de Italia (Polidoro da Caravaggio se instaló en Nápoles), y con Rosso Fiorentino conquistó la Europa que se espejaba en el Fontainebleau absolutista de Francisco I. La segunda mitad del siglo XVI, aquella en la que ¡por fin! un artista, Tiziano, habló de tú a tú a Miguel Ángel, y en la que Palladio conjugó en perfecta síntesis lo clásico y lo moderno, vio cómo el arte, aquel arte que empezaba a, buscar una cierta autonomía y que rescataba lo cotidiano como tema, era reclamado para hacer refulgir la figura de los "príncipes" de la época, y para que los altares postridentinos, ortodoxos en sus imágenes, se convirtieran en lección, meditación y placer. Los principios de la retórica latina: "docere, movere et delectare", pasaron a ser divisa áurea del arte del siglo XVII que, en lo formal, transita entre lo barroco y lo clásico. Fue el siglo de Ber- nini y Poussin, de los Carracci y Caravaggio, de Rubens y Rembrandt, de Borromini y de Velázquez, el pintor de corte que construyó un nuevo modelo del mundo como lo hicieron Galileo y Descartes, Shakespeare y Cervantes. En 1634, a Pierre Corneille no le dolían prendas en aseverar que ya que tenía que hacer poemas para representar, su voluntad era complacer tanto a la corte como al pueblo y atraer a mucha gente a sus representaciones. En el siglo XVII, el teatro, al menos un cierto tipo de teatro, fue popular como lo fue cierto tipo de pintura religiosa. Pero. la vulgarización del saber y el "público del arte" fueron'algunas de las grandes aportaciones del siglo XVIII, como lo fueron también las exposiciones regulares (salones), los museos y la crítica de arte. En un siglo apasionado tanto por lo clásico y la arqueología, como por la estética, el arte pasó a ser más cosa de la sensibilidad que del intelecto. En el siglo de las luces, el gusto triunfó sobre las reglas. (Joan Sureda, « El triunfo del Gusto»):