Planeta, Barcelona, 2006 (vol.II Sureda, J.; Rivera Dorado, M.; Costa Romero de Tejada, A.; Ramírez de la Fuente,B.)
El capitán James Cook de la marina real británica, partió de Plymouth con dos navíos con el objetivo de hallar un paso marítimo al N del continente americano. Corría el año 1776. Años antes, en 1768, viajó al paraíso de los Mares del Sur para calcular la distancia entre la Tierra y el Sol- sin conseguirlo-, cartografió y desembarcó – el primero en hacerlo- en la costa oriental de Nueva Zelanda y descubrió y exploró la parte oriental de Australia. En un segundo viaje ( 1772), alcanzó el Antártico. En su tercer ,y el que sería último, viaje descubrió a los ojos europeos las islas Sandwich, a las que dio este nombre en honor del amante de la buena vida, aunque no exquisito gourmet, lord John Montagu, conde de Sandwich, tocó la costa noroccidental americana y recaló en la ensenada que bautizó con el nombre de “Rey Jorge” en isla de Vancouver. Allí tomó contacto y comerció con los nativos, los nootkas. En la descripción de su estampa y costumbres escribe en su diario: “En ocasiones, los hombres llevan máscaras […] bien diseñadas y realizadas en la mayoría de los casos. Si las llevan como adorno en las celebraciones públicas o, como algunos creen, para protegerse la cara de las flechas del enemigo, o como reclamo durante la caza , no seré yo quien lo diga […].No obstante las únicas veces que les vimos usarlas fue por algunos caciques, cuando nos cumplimentaron, y en algunos de sus cánticos”. La tímida apreciación de las máscaras nootkas que hace James Cook - “bien diseñadas y realizadas” afirma el capitán- no supone tanto una valoración de algo “bello”, como el reconocimiento de la capacidad artesanal de fabricar objetos bien hechos y adecuados a un determinado uso. Los cánones culturales de Cook no le permitían percibir belleza alguna en las máscaras nootkas y ni tan siquiera podía concebir que este concepto – fuera el que fuese el canon que lo sustentase- existiese entre los nativos: “Casi nadie, ni siquiera los más jóvenes-sentencia el británico- tiene la más mínima pretensión de pasar por hermoso”. La percepción estética occidental del arte no occidental – excepto la del arte asiático- y la aceptación de una “belleza” distinta a la propia aún tardarían más de un siglo en manifestarse, aunque hay que admitir que, en algún caso, como en el de Durero, este reconocimiento fue muy temprano a tenor de lo que escribe en su diario: “ He visto los objetos que le han traído al rey [ se refiere a Carlos V] del nuevo país del oro […]. Objetos maravillosos de todas clases […].Nunca he visto nada tan bello: son maravillas del arte, y me asombro del genio de los habitantes de estos países lejanos” .En los primeros siglos de la modernidad - XVI y XVII- las expediciones colonizadoras de españoles, portugueses, holandeses, británicos y franceses guiadas por los valores de Dios, la Gloria y el Oro, aunque no necesariamente en este orden, proveyeron de abundantes artefactos de las culturas descubiertas y sometidas de América y Africa, y posteriormente de Oceanía, a las cámaras o gabinetes de las maravillas-las Wunderkammern del Renacimiento alemán-, en las que se disponían – se amontonaban - junto a objetos personales y familiares, piezas de orfebrería, marfiles y medallas, curiosidades de la naturaleza e instrumentos científicos. En el siglo de la Ilustración, el de descubridores y exploradores con intereses científicos, caso del capitán Cook , de Jean-François de Galaup, conde de La Pérouse y de Alejandro Malalaspina, los artefactos de esos gabinetes de curiosidades naturales y artificiales que constituían verdaderos microcosmos o síntesis del universo desconocido, de la Terra Ultra Incognita, empezaron a organizarse siguiendo un criterio taxonómico. Del mismo modo que se ordenaba, describía y clasificaba a los seres vivos, las vestimentas, las herramientas, las armas, las máscaras y los ídolos americanos u oceánicos- el interés por lo africano decreció en este momento- dejaron de ser “curiosidades exóticas” y pasaron a considerarse fuentes básicas para la reconstrucción de la “etapa primitiva” de la evolución humana, etapa que culminaba en la civilización occidental. Esta concepción evolucionista de la historia propició, en la segunda mitad del siglo XIX, la creación de los museos etnográficos, necesarios, según el naturalista alemán Philipp Franz von Siebold, uno de sus principales impulsores, para que el público en general y los comerciantes de los estados colonizadores, conociesen- y de este modo impulsaran negocios-la perfección en las “artes técnicas” que poseían los pueblos primitivos.A principios de siglo XX, cuando Picasso y otros artistas vanguardistas empezaron a proyectar sobre los objetos primitivos, tribales o , simplemente “no occidentales”, una admiración no etnográfica se puso en evidencia la exigencia de un cambio total en la apreciación de este tipo de arte, que apoyada en las nuevas corrientes de la antropología, ha dado lugar a la concepción de una aldea global, en la que el arte occidental no compite- y menos aún es guía o canon- con el arte de “otras” ( que también son “unas”) culturas. Unas y otras, otras y unas, cohabitan en el espacio y en el tiempo. (Joan Sureda, «objetos maravillosos de todas clases»).