Planeta, Barcelona , 2006 (vol.IX.Sureda,J.; Valverde Zaragoza, M.I.; Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, M.D.; Reyero Hermosilla, C.; Narotzky, V.; Vaisse, P.)
El 26 de noviembre de 1863, en el periódico parisino Le Figaro, se publicó la primera entrega de las tres que Charles Baudelaire dedicó “al pintor de la vida moderna”. Para el poeta “cortesano de rentas escasas” según sus propias palabras, el poeta pintado por Courbet y fotografiado por Nadar, bohemio y dandy, mitómano y degustador de lo exótico, juzgado por ofensas a la moral pública, burgués y revolucionario, suicida frustrado y amante recompensado de la gloria literaria, el poeta enclenque que muere el mismo año que Ingres y el mismo en que Marx empieza a publicar El capital, el artista nuevo debe convertir sus obras en archivos de la vida cotidiana, encontrar belleza en aquellos lugares que los demás rehuyen, en las zonas oscuras de descomposición y desesperación del “yo” y de lo social, y debe embellecer la realidad con la belleza pasajera, fugaz, particular y circunstancial. Esa es la mitad del arte. La otra mitad es lo eterno y lo inmutable, la belleza universal de los clásicos. Como proclama en su Hymme a la beauté, lo que importa es la belleza venga de donde venga y sea lo que sea , aunque, eso si, con rostro de mujer: Que tu viennes du ciel ou de l’ enfer, qu’ importe, O Beauté! monstre énorme, effrayant, ingénu! Si ton oeil, ton souris, ton pied, m’ouvrent la porte D’ un Infini que j’aime et n’ ai jamais connu?* El artista nuevo que reclama Baudelaire y que se forja a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, ya no es un ser fuerte, enérgico, decidido, invulnerable, que cultiva el arte para mayor gloria de los hombres, de Dios o del Estado, un héroe que sirve a príncipes, nobles y banqueros reconvertidos en mecenas, y, cuando no, a la multitud flotante que visita los Salones. El artista nuevo no ha de plasmar ni lo épico ni lo inmutable de la historia como hace Ingres en La apoteosis de Homero (1827), certificando paradójicamente con ello el agotamiento del clasicismo que desde la toma de la Bastilla en 1789 encarnó las virtudes cívicas de la revolución, ni tan siquiera ha de plasmar al pueblo románticamente arrebatado por la ansias de libertad como hacen Goya y Delacroix. El artista nuevo, el artista de la modernidad ha de ser capaz de transformar la “vida de hoy” en algo épico, de convertir tanto a los hombres ataviados con corbata y botas de charol como a los hombres y mujeres hambrientos que comen humildemente patatas en héroes del presente. Pero el arte del siglo XIX va más allá de rescatar épica y poéticamente lo perfectible de la vida cotidiana, de convertirse, al tiempo, en espejo y martillo de la revolución industrial y del derrocamiento de sus condiciones sociales, de bucear en las existencias flotantes de los bajos fondos de las grandes o de abrazar el cientificismo en el instante de ponerse ante la naturaleza. En sus complejidades, la realidad y la historia dejan de ser guías y límites del arte, y los artistas - “ lisiados de la vida” los llamó Baudelaire - empiezan a transgredir los límites de lo consciente, a colisionar con su entorno, a enfrentarse a la sociedad que les cobija, a deambular por las calles arrastrando sus contradicciones y sus sueños rotos, A lo que existe fuera de él, sea una historia, un rostro o un paisaje, el artista empieza a imponer su soliviantada subjetividad y su inconformismo. En el siglo XIX, como señaló el literato francés Edmond de Goncourt, el arte deja de ser un egocéntrico adorno de la aristocracia, deja de ser un medio para lograr algún fin predeterminado sea de carácter didáctico, moral, político o de cualquiera otra índole, deja de tener el objetivo de conducir al ser humano al conocimiento de si mismo. En este proceso tautológico de destilación, la invención y el progresivo avance de la fotografía y la incorporación de las tradiciones asiáticas, hace, incluso, que las imágenes empiecen a diferenciarse de las obras de arte. El pintor chino Gong Xian ya había dicho en el siglo XVII: “Una imagen representa objetos, retrata personas, describe acontecimientos. En la pintura esto no es necesariamente así”.( Joan Sureda,« El estremecimiento de lo nuevo»).