Planeta, Barcelona, 2006 (Vol.V. Sureda, J.; Ramallo Asensio, G.A.; Segado Bravo, P.; Martínez Salvador, C.; Elsner, J)
En el año 324, el emperador Constantino refundó la antigua ciudad griega de Bizancio otorgándole su propio nombre: Constantinopla. Su excepcional posición estratégica en donde se encuentran las rutas que transitan entre Europa y Asia y entre el Mediterráneo y el mar Negro, el antiguo mar hospitalario o Ponto Euxino de los griegos, la convirtió no sólo en plaza de suma importancia en la defensa de las regiones orientales del Imperio ante las invasiones de germanos, eslavos y persas, sino en su capital política, económica e intelectual, a lo que contribuyó también, sin duda, el progresivo debilitamiento de Roma en el siglo IV. A lo largo del siglo IV, el Estado romano tuvo ciertamente cada vez más dificultades en absorber los cambios y las crisis consecuencia tanto de factores internos – entre éstos el enfrentamiento con el nuevo poder de la Iglesia-, como de factores externos capitalizados por las cambiantes, pero en cualquier conflictivas, relaciones con los pueblos germanos o bárbaros. Los visigodos - godos occidentales convertidos al arrianismo - tras establecerse en los Balcanes fueron los primeros en penetrar en el corazón de la parte occidental del Imperio llegando a saquear Roma ( 410), la urbe que san Agustín lloró en La ciudad de Dios. La sustancial y progresiva decantación del poder de Occidente hacia Oriente- de hundimiento de Occidente y supervivencia de Occidente habló John Bagnell Bury -, había tenido uno de sus primeros episodios con la muerte (395) del emperador Teodosio, el cual dejó la gestión del Imperio en manos de dos augustos, uno para los territorios occidentales y otro para los orientales. Fue una separación que adquirió carácter irreversible en 476 cuando Odoacro, jefe militar al servicio de Roma y caudillo de los hérulos, depuso al emperador Rómulo Augustulo. Para legitimar su poder sobre Italia, el usurpador remitió al augusto de la pars orientalis, el isáurico Zenón, las insignias imperiales reconociéndole como único emperador. Pero el perfil de Imperio que esbozó Odoacro: una parte occidental depositaria del poder militar y una oriental del administrativo, quedó pronto superada por el curso de los acontecimientos y el propio Odoacro sucumbió (493) ante el ostrogodo Teodorico. Después de Rómulo Augustulo, Occidente ya no tuvo emperadores romanos porque ya no tuvo Imperio. Sobre sus ruinas se alzaron los reinos germánicos: ostrogodos en Italia, francos en la Galia, visigodos en Hispania y vándalos en el norte de Africa. El Imperio garante de la romanidad pervivió en Oriente, un Imperio que, durante el largo gobierno de Justiniano ( 527-565), pretendió reconquistar los territorios de la antigua Roma. En parte lo consiguió –arrebató el norte de África a los vándalos e Italia a los ostrogodos-, pero pagó por ello un alto precio: el debilitamiento del Estado y el de las fronteras orientales, acechadas primero por los persas y, desde 635, por los árabes unificados por el Islam. No pudo resistir. Perdió Siria, Palestina y Egipto, quedó reducido a los territorios griego, tracio y anatolio, y sufrió profundos cambios que le llevaron a romper con la tradición grecorromana. El Imperio romano de Oriente adquiría así una nueva identidad, la que conocemos como Imperio bizantino, que perduró hasta 1453, año en que Constantinopla cayó en poder de los otomanos. Al tiempo que Bizancio reafirmaba su identidad, el Islam emprendía una rápida expansión. Su conquista territorial más occidental fue la de la antigua Hispania, incorporada al Imperio omeya en apenas 3 años (711-714), cuyo avance pudo tan sólo ser detenido en 732, cerca de Poitiers, por Carlos Martel en una de las batallas más decisivas de la historia de Europa. Caída la dinastía omeya, el califato abasí llevó al Islam, ya no exclusivamente árabe, a un intenso período de esplendor político, económico e intelectual que tendría continuidad en el califato de Córdoba ( 929) y en el fatimí de Egipto ( 969).La subida al poder de la dinastía abasí (750), en la que tuvo un importante papel el movimiento chiíta, fue coetánea de la consolidación del Regnum francorum que tuvo su máxima figura en Carlomagno ( 771-814). Conquistador de Sajonia, impulsor de las marcas en los territorios hispánicos fronterizos con el Islam y ocupante de buena parte de Italia, en la Navidad romana del 800 fue coronado emperador por el papa León III. A pesar de que en 812, el emperador o basileus bizantino lo reconoció como augusto de Occidente, la renovatio Imperii romanorum de Carlomagno decayó rápidamente. Sus herederos dividieron de nuevo el imperio en tres reinos, el más oriental de los cuales recuperó con la dinastía otónida el aliento imperial ( Imperio Romano-Germánico, 919-1056), en un momento, en el que Constantinopla alcanzó su máximo esplendor y en el que en los restantes territorios europeos, acuciados algunos de ellos por las segundas invasiones - normandos, húngaros y sarracenos- se forjaban las monarquías feudales. Lo que la historia ha dado en llamar Alta Edad Media dejaba paso a la Baja Edad Media. (Joan Sureda, « La metamorfosis de un Imperio»).