Planeta, Barcelona, 2006 (Vol.III. Sureda,J.; Cervera,I.)
Asia es el más grande de los continentes que constituyen la Tierra, aunque los geógrafos- o muchos de ellos- consideran que Europa y Asia forman un solo continente, Eurasia, en el que Europa no es más que una península. Es la tierra firme que se extiende desde las orillas del mar Muerto -el punto más bajo de la superficie terrestre ( de 385 a 395 m por debajo del nivel del mar)- hasta el monte Everest -el más alto (aproximadamente 8.850 m sobre el nivel del mar)-; desde el extremo sur de Malasia -su punto más meridional- hasta el cabo Celuskin en Siberia – el más septentrional-; desde el cabo Baba, al noroeste de Turquía - su punto más occidental- hasta el cabo Dezneva- el más oriental-; es la tierra que se desparrama hacia el este en un conjunto deslumbrante de archipiélagos e islas. Eso geográficamente. Pero para la memoria colectiva occidental, Asia ha sido- y aún en parte es, como señala Edward W. Said - “otro” mundo hostil de más allá de los mares, una idea que rebasa los límites del conocimiento empírico. Una idea que Homero en la Iliada ya expresa como desafío: el del encolerizado Aquiles a Héctor que no es otra cosa que la imagen del enfrentamiento entre el pueblo griego y el asiático, entre Europa y Asia, entre Occidente y Oriente, enfrentamiento que durante milenios ha movido la historia, tal como Herodoto, el historiador y viajero de Halicarnaso, establece al inicio de sus historias al reflexionar sobre los raptos de la bellas Ío, Europa, Medea y Helena: “Esto de robar mujeres es en verdad una cosa que repugna a las reglas de la justica […]. Por esta razón, añaden los persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos femeninos, muy al revés de los griegos […]. Lo que no cabe duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran los persas como propias, reputando a toda Europa, y con mucha particularidad a Grecia, como una región separada de su dominio”. El pensamiento histórico occidental, concibió Asia como una tierra de naciones extrañas en la que vivían los persas y otras gentes, las más remotas de las cuales, las que habitaban en el Oriente estival, eran los “seres”, hombres apacibles que a semejanza de las fieras rehuían la compañía de los demás mortales y aguardaban expectantes las mercaderías, hombres “ desconocidos por su rostro, pero bien conocidos por sus lanas”. Para ese pensamiento, los límites geográficos de Asia no eran los citados en un principio. Asia o el Oriente se asociaba a lo que en la actualidad se suele considerar el espacio cultural centro-suroccidental, en el que las lenguas más habladas son las semíticas, las indoeuropeas y las altaicas, y las religiones predominantes el islam , el hinduismo y, en menor medida, el cristianismo . Hasta el siglo XV, ese era el mundo que las culturas del Mediterráneo llamaban Oriente, un mundo en el que se situaba el Paraíso y en el que la India, que según el enciclopedista Isidoro de Sevilla, producía hombres de color, enormes elefantes, rinocerontes, loros, madera de ébano, cinamomo, pimientas, cañas aromáticas, marfil, y piedras preciosas muy codiciadas por las mujeres de alta alcurnia, se imbricaba con los confines de las tierras del nacimiento del Sol, tierras guardadas por dragones, grifos y monstruos humanos como los que protegen los “montes de oro”. Del “otro” Oriente, el que en la actualidad se estima el espacio cultural suroriental (el Este y el Sureste asiático), en el que son mayoritarias las lenguas sinotibetanas, malayo-polinesias, austroasiáticas, el coreano y el japonés, y las religiones budista y sintoísta, es decir, el espacio cultural dominado por China y Japón, llegaban -y eran muy apreciadas - a Occidente algunas manufacturas ( sedas y cerámica principalmente) y algunos embajadores. Allí viajaban también embajadas y comerciantes europeos, como al parecer hicieron los Polo, y religiosos con afanes misioneros, como Giovanni de Montecorvino –primer obispo de Khambalik ( Beijing)- y Giovanni de Marignolli. Incluso el budismo penetró ténuamente en el pensamiento cristiano occidental- también en el de los nestorianos, evidentemente- como lo demuestra, entre otros ejemplos, que Clemente de Alejandria cite las enseñanzas de Buda en sus Stromata y que Jacopo della Vorágine en la La Leyenda Dorada recoja la vida de un príncipe de la India, san Josafat, cuya historia remeda la de Buda. Los contactos de esta “otra” Asia con Europa no faltaron, pues, ni en el mundo clásico, ni en el medieval ni en el renacentista, pero fue la búsqueda de una ruta marina para alcanzar la India la que propició no sólo el descubrir a ojos europeos otro mundos - América- sino el encuentro, no simétrico ciertamente en sus relaciones, del “racional” Occidente y del “espiritual y sensual” Oriente. Un gong’an. (Joan Sureda, « ¿Cómo atrapar un pez con una calabaza»).