(Sureda,J;Anati,E.;AlcinaFranch,J.;Berthier,F.; Cervera,I.;Collins,P. ;Curatola,G.;Delahoutre,M.;EstevaFabregat,C.;Feest, C.F.;Ghaffar Shedid,A.;Guy,J.;Isserlin, B.S.J.;Nicolls; C.;PictonJ.;Ramírez de la Fuente,B.;Wu,T.;Song-mi ,Y.)
Las bases del mundo como “aldea global” o, lo que es lo mismo, la transformación de un mundo discontinuo y débil en sus relaciones en un mundo que progresivamente entra en comunicación y se entrelaza de manera paulatina, pero conflictiva, en lo económico, lo político, lo social y lo cultural empezó a cimentarse en el paso de la Edad Media a la Edad Moderna. Acontecimientos de tipo económico y social que implicaron a gentes e instituciones de distintos lugares del mundo: desde la destrucción del régimen feudal y gremial hasta la implantación del proteccionismo y el liberalismo pasando por el descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la transformación de la cristiandad en “Occidente”, la revolución agrícola, la conversión del continente africano en coto de caza de esclavos, la revolución industrial... se produjeron en paralelo a los grandes viajes europeos de descubrimiento, comercio, conquista, y colonización de “otras civilizaciones”. En aquellos procesos y en estos viajes, en ocasiones, las más, el colonizador expolió y destruyó al colonizado, pero también a veces, cuando la realidad sustituyó a la fábula y el concepto cultural a la definición geográfica, unos y otros alcanzaron encuentros y estrategias de reconocimiento. En los estadios de encuentro de “ civilizaciones”, la cultura visual europea empezó a penetrar, con distinto grado y presencia, en las otras culturas visuales y, a su vez, los objetos de éstas comenzaron a introducirse en el ámbito europeo gracias a las Wunderkammern, las colecciones reales o los salones aristocráticos, como objetos cuyo interés residía más en su exotismo que en lo que podían significar o manifestar. Un exotismo, sin embargo, de diverso carácter ya que mientras los objetos procedentes de América y África hablaban a Europa de un mundo acivilizado y de culturas en proceso de aniquilación, los objetos asiáticos mostraban una sofisticada concepción reflejo de culturas más elaboradas, vivas y con estructuras políticas capaces de mantener con las potencias europeas relaciones de igualdad. Las políticas colonizadoras del siglo XIX negaron estos procesos de reconocimiento y negociación cultural. Las potencias europeas se empeñaron en erosionar las diferencias y identidades de las civilizaciones no occidentales, en homogeneizar su cultura, en abolir su “ser singular” e incluso en apartarlas o resituarlas marginalmente en la Historia Universal cimentada por la Ilustración y redefinida por Hegel. Para Hegel, la Historia Universal representa el plan de la Providencia. Dios gobierna el mundo. La Historia Universal es el contenido de su gobierno. De los “cuatro mundos histórico-universales posibles” pensados por el filósofo alemán: el oriental, el griego, el romano y el germánico, uno de ellos el oriental no cumplía la premisa de haber avanzado hacia la juventud o “edad viril”, hallándose atrapado en una condición de infancia espiritual. Con ello, los mundos griego, romano y germánico, la civilización europea u occidental en definitiva, se convirtieron en canon – el único- con el que se debían calibrar todas las demás civilizaciones, canon que tanto determinaba las líneas de descripción, interpretación y valoración de la historia cultural, como la de los textos sagrados y de las obras de arte, como indicaba las ideas políticas e, incluso, la forma en que las sociedades debían evolucionar y desarrollarse; canon que, en el campo de la historia del arte, comportaba importantes problemas de traducción conceptual y lingüística tan básicos como los de los propios términos de arte, historia del arte y estética. Los contenidos y las narraciones historiográficas de la Historias Universales y de las Historias Universales del Arte, que tuvieron-estas últimas- sus primeras expresiones en las obras de Franz Kugler ( 1837) y Anton Springer (1855) contradecían, a partir del canon, los objetivos globales enunciados en el título ya que en su desarrollo excluían grandes espacios historiables, convirtiéndose, en realidad, en el discurso de una región del mundo: el Occidente civilizado y libre, que hablaba en nombre del mundo en todo su conjunto. Es lo que planteó, entre otros, Wilhelm Lübke en 1868 en su intento de construir una Historia Universal del Arte. Para Lübke, las artes de los “pueblos de Oriente” ( Egipto, Asia central, Asia occidental y Asia oriental), tan sólo se pueden considerar bajo el punto de vista de lo simbólico, y entonces sus obras son graciosas o terribles, o bajo el punto de vista de lo convencional y entonces incluso pueden alcanzar lo sublime. Pero nunca se puede hallar belleza en ellas, ya que la belleza absoluta, ideal, es una concepción de la inteligencia libre y “ Oriente jamás ha conocido el valor moral del individuo”. Esta separación de “Oriente” de los otros tres mundos histórico-universales, no se da, sin embargo, según Lübke, en el arte de los “orígenes” o arte primitivo, ya que las primeras manifestaciones del arte son las mismas bajo todos los cielos y en todas las épocas. Y ello por la razón de que mientras el hombre estaba sujeto a las condiciones materiales de su existencia, no podía producir, ni menos concebir, imágenes de “libertad individual”. El arte lleva, entonces, el sello de la necesidad y no el de la voluntad. Evidentemente, Lübke y otros historiadores de la época disfrutaron del trabajo de los arqueólogos, antropólogos, filólogos, anticuarios y aficionados europeos y norteamericanos que por diferentes vías y con desigual criterio exhumaban los vestigios de todo tipo de las civilizaciones no europeas para reconstruir un pasado olvidado, irremediablemente destruido o perdido. Hasta, 1897, año en que Ernst Grosse publicó sus estudios sobre los inicios del arte, no hubo un radical cambio en la apreciación del arte de los orígenes o del arte primitivo. Con mirada antropológica Grosse, planteó que el arte poseía, fundamentalmente, una función social, que las producciones artísticas de los pueblos ágrafos tan sólo podían ser apreciadas en relación a las formas culturales que las generaron, y que la pulsión estética o el concepto de belleza era patrimonio de toda la humanidad. A lo largo de la primera mitad del siglo XX el pensamiento de Grosse se extendió rápidamente en el campo académico con pretensión de universalidad como lo reconoce Karl Woermann, quien, a pesar de ello, en la primera (1900) y segunda edición (1922) de su importante Geschichte der Kunst aller Zeiten und Völker, obra a la que se le reconoce ser la primera de incluir el arte de “todos los tiempos y todos los pueblos”, no duda en afirmar que si bien los “negros salvajes de Australia”, los “grises esquimales del alto norte”, los “semi-bárbaros del antiguo México”... y otros muchos “pueblos primitivos y semi-civilizados, del campo antecristiano y extracristiano”, no pertenecen a la raza aria (indogermánica) “en sus creaciones artísticas peculiares se pueden equiparar a nosotros bajo muchos conceptos”. ( Del primer capítulo, Joan Sureda, « La diversidad como valor universa »l)