Barcelona: Planeta. 1988. ( Milicua,J., director; Sureda, J.; Milicua, J., autores).
La formación múltiple [del artista] fue cediendo poco a poco a una cierta tendencia a la especialización, impulsada por el ideal de educación humanista y por la valoración creciente del arte en la sociedad de la época. Mientras que los teólogos medievales no hablaron casi nunca de las artes, y mucho menos de los artistas, sino del arte como abstracción y manifestación de la belleza divina, en el siglo xv empezó a sentirse cierto orgullo de aquellos artífices que convertían las mudas paredes o las maderas de los retablos en obras que confundían con la propia realidad. La elite social, amparándose en el reconocimiento que, según Plinio, otorgaba la Antigüedad a sus principales artífices, y también los ciudadanos humildes, empezaron a hacer suyos los elogios que Dante hiciera del gran Giotio y a envanecerse de la lista de pintores que el banquero convertido en cronista, Giovanni Villani, incluyó entre los ilustres personajes de la Florencia del Trecento. Aunque el artista continuaba siendo profesionalmente un artesano, su posición social fue mejorando y los poderosos se enorgullecieron de conseguir los mejores arquitectos, pintores o escultores del momento para emplearlos en los más diversos menesteres. Surgió entonces la figura del mecenas, que protegía casi paternalmente al artista y a quien exigía desde la conservación de su colección de antigüedades, la invención de artilugios militares o la construcción de su villa de campo hasta la pintura de un retablo o el diseño del vestuario para un festejo. En Florencia, los Médicis apoyaron a Paolo Uccello y a Filippo Lippi, a Ghirlandaio y a Botticelli, entre otros; en Urbino, Federico II de Montefeltro fue el gran admirador y protector de Piero della Francesca; en Ferrara, la casa de Este, conocida por su dominio tiránico, acogió a Cosme Tura y a Francesco del Cossa; en Rímini, Sigismondo Malatesta contrató a Matteo de Pasti y a Alberti para erigir un templo a la propia vanidad humana; en Mantua, los Gonzaga quisieron convertir la ciudad en una nueva Florencia con las obras de Alberti, Luca Fancelli y Mantegna; en Roma, los papas fueron los grandes impulsores y protectores del arte. El reconocimiento de los poderosos hacia las artes no sólo se manifestaba en el mecenazgo; muchos de ellos, como Federico II de Montefeltro y Cosme de Médicis, fueron verdaderos árbitros en cuestiones artísticas e influyeron tanto o más que sus arquitectos en las construcciones que levantaron. Ejemplar en este sentido es el escrito panegírico en el que Giovanni Avogrado de Vercelli describe los edificios alzados por Cosme y, en especial, la parte en la que cuenta el papel que tuvo Médicis en el planteamiento de la abadía de Fiesole: «Cosme quiere maestros rápidos y hábiles que erijan la iglesia y la casa como él quiere […]. (Joan Sureda, de «El mecenazgo»).