Sureda, J.; Bellosi, L.; Erlande-Brandenburg,A.;Castelnuovo, E.; Chelazzi Dini, G.; Christie, Y.; Cohn, S.K., Jr.; Favreau, R.; Flores d' Arcais; F.; Herda, M.; Leppien, H.R.; Perrot,F.; Viñayo, A.
«[Prólogo]», págs. 9-10: «Europa año 1000. El manto de estrellas», págs. 15-29; «De los maestros anónimos a las primi lumi», págs. 107-111; «Cenni di Peppi, llamado Cimabue», págs. 113-137; «Simone Martini», págs. 151-177; «Los Lorenzetti», págs. 179-195; «Giusto de’ Menabuoi», págs. 197-213; «El Árbol de la vida en la pintura gótica hispánica», págs. 281-289; «El descubrir de la mirada», págs. 303-345. ................................................................................................................................................................. Para el hombre de los siglos medievales vita est peregrinatio, la vida es una peregrinación cuya meta es la montaña de Sión, la Jerusalén celestial, el llegar a encontrarse cara a cara con Dios. La resurrección de Cristo convirtió su persona glorificada en el nuevo templo en el que, en el día del Señor, se reunían los peregrinos guiados por el propio Jesús, aquél que se aparece como peregrino a los discípulos de Emaús. La Edad Media reconoció en los peregrinos, como también reconoció en los pobres y humildes, a los privilegiados del Reino. Cristo era el Mesías de los pobres, de los enfermos, de los desvalidos, y el mismo Mesías se presentaba al hombre como un mendigo, un peregrino o un enfermo. Quien quisiese seguir el camino del Señor tenía que recorrer los lugares de la vida terrestre de Jesús, o aquellos en los que se manifestó a través de la vida de los santos; tenía que alcanzar, en definitiva, la Tierra prometida. El hombre medieval, incluso el monje de clausura o aquel -los más- que nunca pisó más tierra que el lugar en el que había venido al mundo, era un homo viator, un peregrino que transitaba por las sendas de la tierra dirigiendo sus pasos polvorientos, según su elección, hacia la muerte o hacia la salvación eterna. Pero el peregrinar no era tan sólo vía de muerte o salvación, era también penitencia para aquellos que pretendían redimir sus pecados al abandonar en la cuneta del camino las comodidades y las malsanas costumbres de la vida cotidiana , como hizo Francisco de Asís o como hizo, también, el duque de Normandía, Roberto el Magnífico, que partió hacia Jerusalén para reparar el envenenamiento de su hermano Ricardo Ill. El ir al encuentro del Señor se convirtió en un andar por caminos reales o imaginarios, cotidianos o heroicos, inhóspitos en cualquier caso, plagados de todo tipo de peligros, pero en los que el hombre podía hallar alivio a los males del cuerpo y del espíritu: "En verdad os digo -se lee en el Evangelio de Marcos (Mc. 10, 2930)- que no hay nadie que, habiendo dejado casa o hermanos, o hermanas, o madre, o padre o hijos, o campos, por amor de mí y del Evangelio no reciba el céntuplo I…] y la vida eterna en el siglo venidero". El hombre lo tenía que dejar todo por amor a Dios y por amor al Evangelio, y ese amor, convertido en numerosas ocasiones en temor, es lo que se muestra en el arte de los siglos que siguieron al año mil, un arte que a su vez se convierte en peregrino, en un peregrino que en lugar de buscar a Dios busca, a lo largo de cuatro siglos, al hombre y a la naturaleza. En los inicios de ese caminar del arte, en los siglos del Románico, las formas visibles, aunque fuesen bellas, que lo eran, no tenían razón de ser por sí mismas, porque lo bello verdadero nada 'tenía que ver con la belleza temporal; lo bello era bello en tanto que símbolo de lo inalcanzable por los ojos del hombre, de lo místico y lo transcendente, de Dios. Pero lo inalcanzable por los ojos no existía para el hombre y debía existir, como no dudaron en proclamar diversos teólogos de la época al afirmar que, si bien todas las imágenes visibles tenían como fin reflejar y manifestar lo invisible que subsiste en la excelsa e infinita naturaleza de Dios, antes que ser símbolos eran cosas materiales. Así decía, por ejemplo, en el paso del siglo XI al XII, Pedro Abelardo en uno de sus tratados de lógica, Logica ingredientibus, comentario del de Porfirio, al tratar de la imposición de los nombres: "Dado que las palabras tienen una doble significación, a saber, de objetos y de pensamientos, las cosas se presentan naturalmente al intelecto con primacía: lo que el intelecto es capaz de concebir debe primero constar en la naturaleza de las cosas; y quien originariamente inventó el término primero consideró la naturaleza de la cosa por indicio de la cual el término fue impuesto. Entonces, los pensamientos, que deben seguir la naturaleza de una cosa, son naturalmente posteriores; y las cosas, anteriores". Cuando el Románico agonizaba, fue san Buenaventura quien reclamó al arte un affectum movere, una eficacia conmovedora. Reclamó que el ver artístico ya no fuese un ver eidético sino un ver vuelto a la realidad concreta. Y, ciertamente, al tiempo que la filosofía planteaba nuevas relaciones entre el hombre, lo inmediato y lo transcendente, al tiempo que se levantaban las grandes catedrales, el arte se fue acercando al mundo de la realidad del que estaba tan alejado, como parece advertir Ricardo de San Víctor en un lúcido pasaje del De preparatione animi ad contemplationem: "Supongamos una persona que jamás haya visto un león y deseoso de ver uno, descubre un día la imagen que representa a este animal. Partiendo de las líneas que percibe se imagina el relieve de los volúmenes, el movimiento de los miembros y la expresión de la vida. La imagen le sirve para representar la realidad. Y sin embargo ¡qué distancia hay todavía entre esta representación interior y el propio animal!" La distancia a la que alude Ricardo de San Víctor fue desapareciendo poco a poco, no ya en cuanto a la representación interior sino a la exterior, hasta el punto que Dante en la Divina Comedia (Purgatorio, X) considera que el arte, en cuanto a realismo, supera a la propia naturaleza: "La pared [del Purgatorio] -bserva el poeta- era de mármol blanco y estaba tan ricamente adornada con bajorrelieves, que el propio Policleto y la naturaleza habían sido vencidos". Vencer la naturaleza fue el reto que se impuso el arte a medida que se alejó de los siglos del Románico, un reto que empezaron a alcanzar los creadores contemporáneos de Dante, Giotto y los suyos, los cuales prepararon el triunfo del arrogante humanismo del siglo xv, un humanismo que, sin embargo, no supo reconocer que las caprichosas figuras románicas que cubrían tablas y muros, que su estridente cromatismo, que sus formas alejadas de cualquier pulso con la naturaleza, no eran expresión de un mundo bárbaro, sino de un pensamiento para el que lo inmanente era imagen de lo trascendente. ( Joan Sureda, del «Prólogo»)