Sureda,J.: Campbell Hutchison,J.;De Bruyn, E.; Harbison, C.; Leroy, C.; Limentani Virdis, C.; Martens, D.; Silva Maroto, P.
«[Prólogo]», págs. 5-6; «La pintura y su época», págs. 11-55; «Jan Van Eyck», págs. 59-84; «Hans Memling», págs. 99-128; «Jean Fouquet», págs. 143-160; «Lluís Dalmau», págs. 161-174; «Jaume Huguet», págs. 175-198; «Bartolomé Bermejo», págs. 199-218; «Pedro Berruguete», págs. 219-238; «Nuno Gonçalves», págs. 239-260; «Matthias Grünewald», págs. 279-299; «El tríptico de la Anunciación de Aix-en-Provence», págs. 337-355. ................................................................................................................................................................ Si a finales del siglo xv un redivivo Ícaro se hubiese elevado con sus alas de cera por el aire hubiera podido ver un mundo esférico como el que el cosmógrafo alemán Martín Behaím, tras trabajar en Flandes y en Portugal, construyó en su exilio de Nuremberg. Y en él, una Europa que no era sino una mancha de tierra, ni más ni menos importante que las demás del globo terráqueo. Pero si la imprudencia, como aquella que impulsó al hijo de Dédalo y de la esclava de Minos , Náucrate, a acercarse al Sol, le hubiese derretido las alas, al precipitarse al mar que rodea la isla de Samos, Ícaro seguramente habría confundido aquella Europa, que se le precipitaba vertiginosamente, con el laberinto que sólo Teseo pudo salvar con el hilo de Ariadna. En la Europa del siglo xv, el hilo de Ariadna que permitía adentrarse por los vericuetos de las regiones, de las naciones y de los emergentes estados centralistas, era aún el del cristianismo. Europa se configura todavía, como lo había comenzado a hacer cuando la religión cristiana empezó a anidar en los territorios de la antigua Roma y en aquellos otros que se creyeron bárbaros, como un corpus christianum guiado por dos luminaria: el Papa y el emperador. Por naturaleza el ser humano no quiere sentirse solo. Ni lo quiso en el alba de esa res publica christoanorum ni en el momento en el que la cristiandad empezó a columbrar las grietas de su resquebrajamiento. La sociedad había ido afianzando instituciones: desde las renacientes y ricas ciudades hasta los gremios, pasando por la familia, que vinculaban a la gentes y que les preservaban de estar y de sentirse solos. Incluso en ese siglo xv los individuos empezaron a tener conciencia de pertenecer a comunidades que superaban los límites de su región, a tierras gobernadas por reyes, a naciones que hundían su historia en el pasado y de este rescataban la gloria y el orgullo del presente como el desprecio de aquello que era extranjero y del propio extranjero: "cada inglés odia al francés -afirma Erasmo de Rotterdam en Institutio principis christiani (516)-, y cada francés al inglés "solamente porque es inglés. El irlandés, sólo porque es irlandés, odia al británico; el italiano odia al alemán; el suabo al suizo, y así a lo largo de toda la lista[…]". La animadversión seguramente existía, pero en la Europa que se debatía entre la inercia de la historia y la exigencia renovadora del reloj de los tiempos, el nacionalismo, tal como lo entendemos hoy, aún no había acunado ideologías si no era en la mente de los intelectuales y poetas: "¿Y hasta cuándo, miserables de nosotros, tendremos que ver que se pide ayuda a los bárbaros para poner el yugo a Italia? ¿Y hasta cuándo, hombres de Italia, pagaremos a los que vienen a destrozar a los italianos?" Palabras de Petrarca, echadas al viento en una Europa, la del siglo XIV, aunque igual hubiera podido ser la del xv, una Europa en la que reinaba la fragmentación y el desorden políticos, y en la que se acudía fácilmente a los "bárbaros", que no eran más que los "otros", para dirimir y hallar respuesta a las cosas que atormentaban la convivencia de "nosotros". Por ello, tan utópica como Amaureta, capital de la isla en forma de media luna perdida en el océano Atlántico que Tomás Moro, llamó Utopía, es la escena que muestra una miniatura de un libro de oraciones de hacia 1493, hoy en la British Library de Londres. El anónimo pintor, antes que lo hiciera el humanista Erasmo de Rotterdam en su Enchiridion militis christiani (1503-1504), imaginó la armonía del corpus christianum: la comunión de los gobernantes europeos ante el caballero san Jorge triunfante. De rodillas en actitud orante, cobijados por la arquitectura de una catedral, están el joven Carlos 111, rey de Francia, el emperador Federico III de Habsburgo, Fernando el Católico, rey de Aragón, Enrique III de Inglaterra y Felipe el Hermoso de Borgoña. Lo que en 1493 la imaginación de un pintor pudo crear en un pergamino, unos años antes la realidad se lo privó a Enea Silvio Piccolomini, poeta y Papa con el nombre de Pío II. En una elocuente bula, Vocavit nos pius (1458), convocó en Mantua a todos los príncipes de la cristiandad para luchar contra el infiel otomano que pocos años antes había conquistado Constantinopla (1453). El día de la apertura del congreso, el 1 de junio de 1459, ninguno de los príncipes acudió a la ciudad italiana -luego fueron llegando embajadasy aquel Papa protector de humanistas y loador de las ruinas de la Roma clásica no pudo más que soñar con la evangelización del propio Muhammad II: "Al ilustre Muhammad sultán de los turcos -escribió Pío II- escucha benévolo nuestras palabras y no nos condenes antes de juzgarnos […], Demasiadas guerras habéis tenido tú y tus progenitores con los cristianos; demasiada sangre se ha derramado […], No confíes en la desidia de los cristianos porque se unirán todos cuando oigan que tú acometes al corazón de la cristiandad [...]. Si quieres dilatar tu imperio y hacer glorioso tu nombre, no necesitas de oro, ni de armas ni de ejército […]. Basta un poco de agua con que te bautices, te hagas cristiano y creas el […], Si esto hicieres, no habrá en el orbe un príncipe que te supere ni iguale en poderío. Nos te Graecorum et Orientis imperatorem appellabimus […], Todos los cristianos te venerarían y te escogerían de árbitro en sus litigios […], Volverían los tiempos de Augusto [...], todas las edades celebrarán tu nombre; tanto las letras latinas como las griegas […] cantarán tus loores." Posiblemente, el turco no llegó a recibir nunca esta epístola; tanto él como sus sucesores, sobre todo el gran Sulayrnán II, que llevó sus huestes hasta las puertas de Viena, continuaron con su afán expansionista y los principes cristianos ni tan siquiera se conmovieron ante la imagen de un Papa anciano y enfermo al frente de un ejército de cruzados. La atalaya que había tocado la trompeta viendo llegar la espada del infiel no había podido despertar los entorpecidos corazones de aquellos que gobernaban el corpus christianum medieval.( Joan Sureda, del «Prólogo»).