Barcelona: Planeta, 1997. (Guasch, A.M.; Hernández de León, J.M.; Julián, I.).
«[Prólogo]», págs. 5-6; «El espíritu del arte del siglo XX (1)», págs. 153-180; «Las imágenes del arte del siglo XX», págs. 181-382; «El espíritu del arte del siglo XX (2)», págs. 383-406; «De la tradición a la vanguardia y vuelta a empezar», págs. 407-430; «Los hechos del siglo XX», págs. 431-466; «Los lugares del siglo XX», págs. 467-477, ................................................................................................................................................................ El arte español del siglo XX, como la historia, no surge fluidamente del devenir del arte del siglo XIX. El repicar de campanas de la generación del noventa y ocho ensordeció no sólo a los políticos e intelectuales, sino también a los artistas. Los «NO» recogidos por Ernesto Giménez Caballero en Genio de España: el «No hay un hombre» de Costa, el «No hay una voluntad», de Azorín, el «No hay valor», de Burguete, el «No hay ideal» de Baraja, el «No hay religión » de Unamuno, el «No hay heroísmo » de Maeztu, arremolinaron las mentes de artistas: arquitectos, pintores y escultores con el afán de que no avanzara el «No hay arte» -que no recogió en su retahíla Giménez Caballero- apuntado, entre otros, por Ángel Ganivet. En su Idearium español (1896) el diplomático granadino decía: «Al estudiar la historia de las artes españolas, hay que fundar la unión en las ideas. Tenemos una Historia de nuestras ideas estéticas, pero no tenemos (iba a decir ni podremos tener) una historia de nuestros procedimientos técnicos, de nuestros estilos, de nuestras escuelas, porque en España no es fácil relacionarlos todos en una unidad superior, en un concepto general, en una verdadera escuela, y así, los puntos más altos de nuestro arte no están representados por grupos unidos por la comunidad de doctrinas, sino por genios sueltos que, como Cervantes o Velázquez, forman escuela ellos solos. En Francia hay cuatro o seis mil gacetilleros o cronistas que sin una idea en la cabeza escriben con el aplomo de los grandes escritores. El espíritu patriótico les fuerza a formar núcleos, y alrededor de cada sol giran innumerables planetas, satélites, asteroides y hasta bólidos. Cierto que esa gente menuda no hace cosa de gran provecho, pero tampoco hace daño; mientras que en España sólo sirve para arrasar el sentido estético de la nación. Como dice mi amigo Navarro y Ledesma, uno de los pocos españoles que todavía piensan en castellano, la lengua francesa es como un gabán y la española como una capa; no hay prenda más individualista ni más difícil de llevar que la capa, sobre todo cuando es de paño recio y larga hasta los pies. Esto es verdad: la lengua castellana es una capa, y la mayoría de los escritores españoles la llevamos arrastrando.» La España del siglo XIX, según Ganivet, tuvo dos grupos de pintores, uno en Francia, otro en Italia, que buscaron el medio de renovar nuestro arte «y apenas han aparecido también los españoles, los independientes, y con ellos los primeros asomos de insubordinación y desorden». Tendremos, como España ha tenido siempre, obras magistrales creadas por maestros singulares, pero los aprendices de maestros, que son la mayoría, con su audacia y desenfado convertirán pronto estas obras en algo banal, degenerado, falto de arte. Los dos grupos de pintores han continuado en el siglo XX. París y Roma han sido, al menos en el primer tercio de siglo, también sus metas, y también en el siglo XX los maestros singulares han continuado creando obras magistrales. Con una diferencia, no pequeña, con respecto a siglos anteriores. España --aunque a veces no se le reconozca internacionalmente-eempezó a crear, con Picasso sobre todo, estilos y tendencias. Cierto. Aquellos que las han creado no lo han hecho en la isla, más que península, que es o, mejor, que ha sido España, sino -permítasenos utilizar la expresión en su contexto histórico- en Europa. Parecía que se había roto el maleficio, en realidad análisis certero en la época, lanzado en el siglo XVI por Alejo de Venegas (Agonía del tránsito de la muerte), según el cual los españoles estaban presos in eternum en las redes de cuatro vicios: el del exceso de trajes; el de considerar deshonra el oficio mecánico; el de las alcuñas de los linajes y, el que más importaba a principios y a lo largo de este siglo, que «la gente española ni sabe ni quiere saber» . Parecía, efectivamente, que se había roto el maleficio o las cadenas; pero fue un espejismo. Lo que Venegas consideraba vicios, cuatrocientos años después Unamuno (Vicios propios de los españoles, 1932) pensaba, y defendía, como virtudes, virtudes irrenunciables. El «no saber ni querer saber» , por un lado, y el ansia de saber, por otro, enredaron la madeja del arte español, al menos hasta los trágicos sucesos de 1936 […]. ( Joan Sureda, de «El espíritu del arte del siglo XX»). .