Barcelona: Planeta, 1996.(Pérez Sánchez, A.; Sureda, J.)
«[Prólogo]», págs. 7-8; «El espíritu de lo barroco (1)», págs. 141-174; «Las imágenes de lo barroco», págs. 175-410; «El espíritu de lo barroco (2)», págs. 411-442; «Los espacios y el legado barrocos», págs. 443-466; «Los hechos del Siglo de Oro», págs. 467-504; «Los lugares del Barroco», págs. 505-519, ................................................................................................................................................................... […] Los abortos de la imaginación y de la ignorancia que para los neoclásicos eran las obras barrocas fueron considerados así por los artistas e historiadores españoles, como también lo fueron por los italianos, franceses y alemanes, hasta bien entrado, casi agotado diríamos, el siglo XIX, si bien separando las luminarias de la pintura, como Murillo, Velázquez y Ribera, y menos las de la escultura, de los artífices de la arquitectura. En 1883, Marcelino Menéndez Pelayo, en su Historia de las ideas estéticas en España, opina sobre la arquitectura barroca y sobre Góngora de manera parecida a como un siglo antes habían hecho Villanueva y Ponz: «A medida que el siglo XVII avanzaba, iban perdiendo su crédito la sencillez y buen gusto [y] entronizándose una especie de culteranismo artístico, nacido como en Italia, de una intentona de desquite contra la formalidad glacial de los preceptistas. No fue revolución artística, sino motín inconsiderado, de donde resultó un arte, no libre sino licencioso; no original, sino extravagante; en Italia con cierto barroquismo gracioso, en España con una monstruosidad pedestre. Éranse el Polifemo y Las Soledades copiadas en piedra. Ninguna idea grande y sintética de las que producen un cambio arquitectónico, y dan ser a un arte nuevo, podían alegar los innovadores, [...l que hacían Herrera, Barnuevo, Olmo, Donoso, Churriguera, Rivera y Tomé, no era crear estilo nuevo, sino enmarañar, desfigurar y calumniar ridículamente el antiguo. […] Las piedras no mienten nunca, y es imposible que una sociedad cuya fuerza creadora está agotada produzca, ni aun en burlas, un sistema arquitectónico propio, sino que esta condenada a optar, como en triste dilema, entre el preceptismo exangüe y descolorido, y los delirios de la inventiva, gastada únicamente en accesorios y follajes sin unidad y sin sentído.» Tres años después que de la pluma del gran erudito surgiera tal crítica de lo barroco, y tres años antes que apareciese la segunda edición corregida de Historia de las Ideas Estéticas, José Siles hacía panegírico de la escuela española de pintura, entendiendo principalmente como tal la barroca –escuela que como tal negaba Menéndez Pelayo-, considerándola expresión de la identidad española: «Fuera de la novela picaresca, y de contadas obras teatrales, ninguna manifestación artística expresa, como la pintura, nuestro carácter, nuestro espíritu, nuestras pasiones nacionales. El misticismo religioso, fanático, inquisitorial; la pordiosería aventurera, hinchada de realidad y miseria; lo caballeresco, lo cortesano, con sus infantas de encaje y sus hidalgos de acero; vírgenes y ermitaños, mendigos y guerreros; ideas teológicas encarnadas en figuras ideales, rodeadas de cielos de oro; y escenas tabernarias entre soldados fanfarrones, ante la mesa mugrienta que sostiene el jarro del vino, y en la que se extienden los naipes de la baraja; el salón palaciego y el calabozo del martirio; la celda del monje y el garito del tahúr; el pesebre divino de Jesús y el hospital que visita un santo; toda nuestra historia política, nuestra ideología sagrada, nuestras costumbres de campamentos y de calles, serenatas de amores y rondas del Santo Oficio, se han eternizado en nuestros museos, casas de mayorazgos y capillas, entre líneas y colores, trazados, salpicadas en la tela por la fiebre del genio.» Evidentemente, ni razón tenía uno ni la tenia el otro. El Barroco es complejo, aristado, aristado, como lo es la propia etimología de la palabra. A lo largo de nuestro siglo, sin embargo, la estimación de la arquitectura, de la escultura y de la pintura barrocas -aparte de la consideración de los genios en cada una de las tres artes- han ido convergiendo, y, sobre todo, la que en ocasiones se ha dado en llamar la «disputa del Barroco», aunque no cerrada, ha tomado cauces muy diversos a aquellos peyorativos a los que la condujo el pensamiento neoclásico. Los nombres de historiadores y ensayistas como Heinrich Wölffin, Otto Schubert, Benedetto Croce, Werner Weisbach, Eugeni d'Ors, Carlo Calcaterra, Emilio Orozco, Víctor L. Tapié, José Antonio Maravall, entre otros muchos, han ido avanzando, bajo diferentes puntos de vistas y con distintas valoraciones ciertamente, hacia un entendimiento nuevo de la cultura del Barroco y del espíritu de lo barroco, como cultura y espíritu, más allá de cualquier definición formalista, del siglo XVII. ( Joan Sureda, de «El espítu de lo barroco»).