Barcelona: Planeta, 19957.(Sureda,J.; Luzón, J.M.)
«[Prólogo]», págs. 7-8; «El último arte de la romanidad. Del arte paleocristiano al visigodo», págs. 121-127; «El arte cristiano. De la conquista al año mil», págs. 129-142; «El espíritu del arte romano y del primer arte cristiano (1)», págs. 143-168; «Las imágenes del arte romano y del primer arte cristiano», págs. 169-378; «El espíritu del arte romano y del primer arte cristiano (2), págs. 379-402; «Los hechos del mundo clásico al año mil», págs. 427-464; «Los lugares paganos y cristianos», págs. 465-477; «Bibliografía», págs. 478-479; «Equivalencia de nombres entre las deidades de los panteones griego y romano», págs. 480. .................................................................................................................................................................. Marcus Valerius, Martialis, Marcial, según dice Plinio el joven en sus Epístolas, era «un hombre de ingenio, agudo, sutil, que sabía perfectamente mezclar en sus escritos la sal y la hiel, no menos que el candor». Había nacido en Bilbilis, cerca de la actual Calatayud , hacia el año 40 después de Cristo. La Tarraconense se le quedó pequeña al joven Marcial y con veinticuatro años se marchó a la capital del Imperio, Roma, para terminar sus estudios jurídicos y, más que nada, para abrirse camino cerca del poder. No lo consiguió, o al menos no en sus primeros años de estancia en la capital. No era fácil que un joven que no acababa de desprenderse de su rudeza celtibérica, hirsuto de piernas y mejillas y cabellera en perpetua y salvaje rebeldía, despuntase, a pesar de su ingenio, en una ciudad que albergaba un millón de habitantes, y más en un momento en que la colonia hispana había perdido a Séneca y a Lucano. Marcial malvivió como adulador -lo fue en grado sumo de Domícíano- hasta que, después de celebrar en De spectaculis las fiestas habidas con motivo de la inauguración del anfiteatro Flavio, optó por sermonear a la sociedad romana sarcásticamente pero con excelente poesía (Epigramas) y, de tanto en tanto, dar rienda suelta a la nostalgia de las tierras de Hispania: «Varón famoso de las celtíberas tribus, honor de nuestra Hispania -escribe a un poeta amigo suyo-. Verás, Liciniano, la elevada Bilbilis, ilustre por sus caballos y sus armas, y el Moncayo, de nevadas cumbres, y el sagrado Vedaverón, de cimas abruptas. y el delicioso boscaje del plácido Doterdo, morada grata de la fecunda Pomona. Nadarás en el tranquilo vado del Congendo y en los plácidos lagos donde moran las Ninfas: allí fortalecerás tu cuerpo laxo en el breve Jalón que templa el hierro L.,]. Pero cuando el blanco diciembre y el brutal invierno rujan con el ronco Aquilón, volverás a las soleadas costas de Tarraco y a tu querida Laletania.» Marcial, cuyos libros eran vendidos en Roma por Segundo, liberto del docto Lucense, establecido pasado el atrio de la Paz y el foro de Palas , no resistió la Roma de Nerva y Trajano y regresó a Celtiberia, no sin haber loado, como se ha dicho y como seguramente no hizo ningún otro poeta en su época, el primer gran anfiteatro estable de Roma (arnphitheatrum Plauium), levantado en el lugar donde había brillado el palacio del feroz déspota y que la Edad Media rebautizó con el nombre de Coliseo: «Que la bárbara Menfis calle el prodigio de las Pirámides y el asirio laborioso no se vanaglorie de su Babilonia, que los afeminados jonios no se enorgullezcan con el templo de Diana y que el altar hecho de múltiples cuernos haga olvidar a Delos; que los Carias dejen de ensalzar con inmoderadas alabanzas el Mausoleo inseguro en el vacío de los aires. Toda obra humana cede al anfiteatro de César. La Fama lo celebrará El césar Vespasiano (aunque el anfiteatro fue acabado por Tito) había devuelto al pueblo lo que antes era sólo deleite de un soberano. ¿Qué nación, qué pueblo tan salvaje puede haber -se pregunta Marcial-, que no reconozca la grandeza y monumentalidad del anfiteatro, la belleza de los espectáculos que en él se dan y que no proclame al césar verdadero padre de la patria? Para Marcial, ninguno podía haber: ni los tracias, ni los sármatas, ni los árabes, ni los cilicios, ni tan siquiera los etíopes. Seguramente no se equivocaba, pero cuando Marcial escribía tales loas, en Roma ya se había sembrado la semilla no de un pueblo sino del pensamiento de unas gentes que tenían como dios a un judío que no muchos años atrás había sido ajusticiado en la cruz. Muerto hacía tiempo Marcial, una de esas gentes, Novaciano, se preguntaba en un libro que tenía como título el mismo que el del poeta de Bilbilis (De spectaculis): «¿Qué falta hace contar cosas o describir los monstruosos tipos de sacrificios que tienen lugar en los juegos? Entre ellos, algunas veces la propia persona humana se convierte en ofrenda sacerdotal, ya que su sangre tomada del cuello todavía caliente y espumante es recogida L..] y brindada cruelmente al ídolo que está por así decir sediento? ¡Cuán inútil es todo este asunto! , es más, ¡cuán suciamente ignorníníosol» No sabemos si se preguntaba cuán inútiles eran las piedras del anfiteatro […]. ( Joan Sureda, de «El espíritu del arte romano y del primer arte cristiano»).