Ayala Mallory, N.; Bätschmann, O.; Bologna, F.; Chiarini, M.; Lohse Belkin, K.; Rossi, S.; Scolaro, M.; Tores Guardiola,P.; Van de Wetetering,E.; Wheelock,A´K.Jr.
- «[Prólogo]», págs. 9-10; «El nacimiento de una nueva libertad. Frans Hals», págs. 15-47; «El hombre se asoma al paisaje. Las campiñas y los puertos de Claudio de Lorena», págs. 63-85; «A través de la pintura de Rubens», págs. 173-179; «Simon Vouet», págs. 181-201; «Artemisia Gentileschi», págs. 203-221; «A través de la pintura de Rembrandt», págs. 247-253; «Johannes Vermeer, llamado Vermeer de Delft», págs. 255-277; «Mirar la hermosura del cielo y de las estrellas», págs. 281-287; «La pintura de las cosas menores y de la vida silenciosa», págs. 289-312; «Sentir la realidad», págs. 313-319; «Escenificar lo profano y lo sagrado», págs. 329-335; «Simular lo ostentoso», págs. 349-355; «Pintar la luz», págs. 373-380. ................................................................................................................................................................ En 1603, Michelangelo Merisi, llamado Caravaggio , era un hombre joven, maduro, solitario e impetuoso que no rehuía los insultos, desórdenes y riñas, como los que le llevaron ante los tribunales romanos a finales de! verano de aquel año por la querella presentada por el pintor Giovanni Baglione contra él y algunos de sus amigos: Onorio Longhi, Orazio Gentileschi y Filippo Trisegni. A Caravaggio, Baglione (a quien, por otra parte, se debe una de las primeras semblanzas biográficas del pintor) le imputaba unos versos groseros y difamatorios guiados, al parecer, por la envidia: "Debéis saber -declaró Baglione e! 28 de agosto de 1603- que yo hago profesión de pintor y ejerzo esta profesión aquí en Roma desde hace bastantes años hasta hoy; y ahora ocurre que habiendo yo hecho y pintado un cuadro de la Resurección de N. S. al padre general de la Compañía de Jesús, el cual se halla en una capilla del Jesús, después de haberse descubierto dicho cuadro, que fue esta última Pascua de Resurreción pasada, los dichos querellados por envidia, porque ellos pretendían, digo que dicho Michelangiolo pretendía hacerlo él […] han ido hablando mal de mis asuntos con decir mal de mí criticando las obras mías." Caravaggio negó la acusación, afirmando, además, que no sentía envidia alguna de Baglione y que los buenos imitadores de! natural, los valenthuomini por él admirados, eran el Caballero de Arpino, Federico Zuccari, Cristoforo Ronacalli , Annibale Carracci y Antonio Tempesta. De poco le valió la aclaración; fue encarcelado , salvándole tan sólo del oprobio e! embajador de Francia. Décadas después del suceso (1642), en la mencionada Vita que le dedicó Baglione, éste se reafirmaba en sus apreciaciones acusando a Caravaggio de hombre satírico y altanero, que caía fácilmente en la tentación de hablar mal de sus compañeros de profesión al creer que él se había adelantado a todos los demás, cuando lo que había hecho -según Baglione- era arruinar la pintura porque muchos jóvenes, siguiendo su ejemplo, se dedicaban a estudiar del natural, abandonando los fundamentos del dibujo y la profundidad de! arte. El ecléctico Baglione, aunque cayó en el círculo de influencias de Caravaggio, no llegó a comprender la revolución caravaggesca, que no es otra que la del Barroco, una revolución que tuvo como meta alcanzar la verdad a través de la naturaleza, tal como tempranamente, en e! propio 1603, comprendió e! nórdico Karel van Mander: "Allí en Italia hay también un Miche!ange!o de Caravaggio que hace en Roma cosas maravillosas -escribió el que fue maestro de Frans Hals en Het Leven der Moderne […].También él [...] ha salido fatigosamente de la pobreza mediante e! trabajo asiduo, acogiendo y aceptando todo con prudencia y riesgo, según hacen algunos que no quieren permanecer sometidos por timidez o pusilanimidad […] Carvaggio no da un sólo golpe de pince! sin atenerse estrictamente al modelo vivo, que copia y pinta. Y no es éste mal camino para llegar a buen fin, porque pintar sirviéndose de dibujos (aunque sean sacados de la realidad) no es tan seguro como tener la realidad delante y seguir a la naturaleza en toda la variedad de sus colores; pero ante todo es necesario que el pintor adopte el criterio de elegir de lo bello las cosas más bellas." La pintura barroca tuvo, efectivamente, la realidad delante de los ojos como nunca antes la había tenido la pintura. La tuvo en una época, e! siglo XVII y principios del XVIII, que en lo social y lo político estuvo inmersa en una profunda crisis: la crisis demográfica, económica, religiosa, política, etc. Pero ese mundo en cambio en el que Europa encontró en los territorios del Nuevo Continente una fuente inagotable de riquezas, y también de conflictos, el Barroco aportó el gusto por el espectáculo y la ostentación, en tanto que la ciencia lo aportaba por lo experimental y cuantitativo. El arte y la ciencia rompieron al unísono los límites que hasta aquel entonces les habían separado de la verdadera realidad, fuese ésta la lejana o la próxima. Al mismo tiempo que en 1609 Galileo Galilei declaraba en Padua, tras haber perfeccionado su anteojo astronómico , que la "nueva verdad" estaba al alcance de la inteligencia humana capaz de multiplicar, con el citado instrumento, cuarenta veces el poder visual , Caravaggio pintaba en Sicilia unas obras en las que el ojo atravesaba las tinieblas para descubrir la verdad en la luz. La pintura barroca buscó la verdad en la luz de la naturaleza, en la de las "cosas menores", en la del paisaje, en la del rostro humano, en la de las tabernas y en la de las iglesias... pero siempre lo hizo teniendo en cuenta la suntuosidad, el lujo, lo vistoso, lo desbordante, lo aparatoso y lo excesivo. Los límites entre lo trascendente y lo inmanente, entre lo sacro y lo profano, entre lo decoroso y lo indecoroso quedaron definitivamente borrados. Las telas de Caravaggio, Frans Hals, Artemisia Gentileschi, Claudia de Lorena, Nicolas Poussin, Rubens, Rembrandt, Van Dyck y tantos otros geniales artífices manifiestan mundos distintos pero todos ellos dominados por el sentimiento y la expresividad, por la muchedumbre -o por el hombre solitario-- que pasaba por la calle. ( Joan Sureda, del «Prólogo»).