Madrid: Alianza Forma.1985
Los ojos médicos, zahoríes de las antípodas, de la pícara Justina, quedan extrañados ante la vista de la iglesia mayor de León. Los muros que no son sino taza de vidrio y la luz que desvanece el adentro y el afuera rasgan el bien formado gusto de Francisco López de Ubeda. El licenciado no halla en la que fuera antigua capital monumentos dignos de serlo, todo son peros y burlas desde la muy suntuosa, capaz, exenta, costosa, alta, anchurosa, desenfadada, grave y galana, pero «vuelta al revés», iglesia de San Marcos, hasta el «sin puertas» y desmoronadizo monasterio de San Francisco. En su recorrido leonés, la melindrosa escribana es persuadida de visitar San Isidoro «donde están muchos reyes juntos sin baraja». Mas Justina se niega a ver las «antiguallas» de aquel santo monasterio, aclarando, eso sí, que si fuera muy devota habría de ir a «San Isidoro de León, pues aquella casa en reliquias preciosas es una Jerusalén; en índulgencias, una Roma; en grandezas de edificios, un Pantheón; en reliquias, la anachoreta; en choro, un cielo; en el culto divino, riquezas, brocados, plata, oro, un templo de Salomón». La ironía y la sátira de un culto médico que escribe en el inicial giro del siglo XVII hace llamar antiguallas a las preseas isidorianas, a los edificios leoneses, a sus riquezas, a los ornamentos de los templos. Sus ojos debieron de contemplar los murales de las bóvedas bajo los cuales se juntaban los reyes, como vieron las cosas pintadas en las vidrieras de la catedral, pero los silencia ¿o quizá le inspiran las analogías de la Jerusalén y del templo de Salomón? El supuesto no tiene incuestionable respuesta, pero lo cierto es que la consideración de antigualla, de algo de tiempos remotos exento de interés, aplicada a los murales románicos de San Isidoro de León, perdurará hasta bien entrado el siglo XIX. Ilustrados, pintores y eruditos como Antonio Ponz encuentran el Panteón isidoriano poco digno de las tan elevadas personas que allí se encierran, no permitiéndoles su selectiva visión neoclásica fijarse tan siquiera en las pinturas que lo ornan. Pese a tales ignorancias […]. ( Joan Sureda, de «Los reinos y las artes»)