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Torres García. La fascinació del clàssic

Barcelona: Lunwerg .1993.

Era el momento de empezar la lucha, le decía Folch i Torres. ¿No era aquello lo que había estado haciendo durante toda su vida: luchar y volver a empezar, luchar y volver a empezar... y siempre con la esperanza de conseguir algo mejor? ¿No era aquello lo que le impulsó a escribir con letras romanas en el fresco de poniente del lucernario de Mon Repos el canto de esperanza de Eneas, su visión de los lugares risueños, de los bosques afortunados, de los campos de brillante luz, de aquellos lugares que tienen soly estrellas, en los que se respira el aire puro? Él, como Eneas, había estado en los bosques infernales guardados por la Tisifone ceñida de un manto de color sangre; él había visto las horribles hidras con cincuenta negras fauces; él había contemplado los enormes gigantes que con sus manos querían quebrantar el inmenso cielo; él había estado al borde del Tártaro, espantoso precipicio que profundiza debajo de las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra; él había visto cerrarse, rechinando en susgoznes con horrible estruendo, aquella gran puerta con jambas de un acero tan duro que ninguna fuerza humana, ni aun la espada de los mismos dioses, podría derribarlas. ¿Acaso él, Torres Garcia, no podía tener la misma ventura que tuvo Eneas de abandonar tales lugares y descubrir las murallas forjadas en las fraguas de los cíclopes, las murallas que guardaban las tierras risueñas en las que los hombres ejercitaban sus miembros en herbosas palestras, se divertían en luchar sobre la dorada arena o danzaban y cantaban a coro? ¿Acaso él no podía, como pudo Eneas, escuchar las notas de las liras de siete cuerdas que en aquellos campos tañían los sacerdotes? ¿Acaso él no podía habitar en aquel lugar en el que estaban los que perfeccionaron la vida con las artes que inventaron y los que por sus méritos vivían en la memoria de los hombres? ¿Acaso él no podía ser del linaje de Teucro: «Hic genus antiquom Teucri, pulcherrima proles/ maqnanimi heroes, nati melioribus annis/ Ilusque Assaracusque et Troiae Dardanus auctor»? Él siempre había tenido el deseo de una época mejor. ¿No podían concederle los dioses lo que le concedieron al propio Eneas? ¿No le podían proporcionar vientos propicios para que sus naves alcanzasen la anhelada costa? ¿No le podían dejar edificar la ciudad soñada, quizá la ciudad sin nombre? Pero él, para conseguirlo, nunca había caído en las vanaglorias mundanas. Él, como aquel hombre desnudo del fresco de poniente, había dado la espalda a lo temporal, a aquella temporalidad que representaba Pan, a aquella temporalidad que atraía a los hombres. Sabía que lo temporal era algo pasajero. Él quiso siempre participar de la universalidad de la diosa Tierra, de la magna mater. Quería, como Horacio, que su alma fuese una porción de la divina naturaleza -«divinae particulam aurae». Quería recibir, no renunciaba a ello, los frutos del reconocimiento. Pero aquellos frutos que presentaba la diosa nunca los llegó a saborear […]. ( Joan Sureda, de Mon Repòs)

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