Arasse,D.; Bertelli, C.; Berti, L.; Cheles, L.; Lightbown, R.W.; Santucci, P.; Sricchia Santoro, F.; Viser Travagli, A.M.
«[Prólogo]», págs. 5-6; «Retornar a la luz el estilo antiguo», págs. 11-13; «La Florencia de los Medici», págs. 15-51; «La Siena de los Monti», págs. 53-59; «Los territorios de las Marcas», págs. 75-79; «Las cortes septentrionales. La Milán de los Sforza y la Ferrara de los Este», págs. 97-101; «Fra Angelico», págs. 117- 132; «Paolo Uccello», págs. 143-160; «Sandro Botticelli», págs. 161-182; «Antonello da Messina», págs. 183-196; «Carlo Crivelli», págs. 197-214; «Andrea Mantegna», págs. 215- 234; «Cosmè Tura», págs. 235-250; «Vittore Carpaccio», págs. 251-272; «Giovanni Bellini», págs. 273-290; «Leonardo da Vinci», págs. 291-325; «Medio vestidos, medio desnudos», págs. 329-339; «Iddio lo sa!», págs. 353-365; «Situarse entre el sol y los árboles», págs. 379-391; «.. Ad purum priscumque iubar remeare nepotes», págs. 405-417. ................................................................................................................................................................ En el folio 141r del llamado Codex Atlanticus, una de las principales recopilaciones de escritos de Leonardo da Vinci que desde el siglo XVII atesora la Biblioteca Ambrosiana de Milán, se lee: "El pintor creará cuadros de escaso mérito si toma por modelos cuadros de otros pintores; por el contrario, el resultado será fructífero si se inspira en objetos naturales. Esto se vio claro entre los romanos, cuyo arte se empobreció de generación en generación por copiarse constantemente unos a otros. Después de ellos apareció Giotto, el de Florencia, que no se contentó con imitar las obras de Cimabue, su maestro, por haber nacido entre montañas solitarias habitadas solamente por cabras. Empezó por dibujar sobre las rocas los movimientos de las cabras que tenía a su cargo, y continuó con el dibujo de todos los animales del campo, y de tal forma lo hizo, que después de mucho esfuerzo sobresalía no solamente por encima de los maestros de su tiempo, sino sobre los de muchas épocas pasadas. Más tarde este arte volvió a declinar de nuevo al imitar todo el mundo los cuadros ya hechos, y así continuó degenerando hasta que Tomasso de Florencia, apodado Masaccio, demostró con sus perfectas obras cómo se esfuerzan en vano aquellos que no toman por modelo la naturaleza, maestra de los maestros". Quizá las consideraciones de Leonardo da Vinci, uno de los genios más brillantes del Renacimiento, si no el que más, nacido en tierras florentinas en 1452 y muerto en la Francia de Francisco I en 1519, suenen a tópico. Entender la pintura como un paisaje cultural de orografía accidentada en el que hay fosas, llanuras y cumbres no concuerda con nuestra visión plural de la creación artística, con nuestro querer entender y aceptar tanto lo que nos es propio como lo que nos es ajeno. Pero ello no quita razón al autor de la aún enigmática Gioconda cuando opina que quien no sobrepasa a su maestro es un pobre discípulo, o cuando sentencia que aquel que, enamorado de la práctica pictórica, prescinde de la teoría, actúa como un piloto que navega sin timón, sin compás y, como consecuencia, sin rumbo. Para Leonardo la práctica de la pintura debe basarse siempre en una teoría sólida, cuya guía y clave de perfección es la perspectiva. Naturaleza, teoría, perspectiva, también matemáticas... son conceptos, o principios utilizados con frecuencia por Leonardo en sus escritos para hacer hincapié en el hecho que el pintor debe confiar únicamente en ellos para crear cuadros con mérito. La práctica de tomar la naturaleza como modelo, la de hacer que el plano parezca relieve y el relieve plano, la de manejar con sabiduría el punto, la línea, la superficie y los cuerpos geométricos bastarían ciertamente por sí solas para acotar las aportaciones de la pintura italiana del Renacimiento: las de Masaccio y las de Piero della Francesca, las de Paolo Uccello y las de Botticelli, las de Andrea Mantegna y las de Giovanni Bellini e incluso las de Fra Angelico y las de Carla Crivelli. Pero... ¡cuán distintas son las obras de unos y otros! Todas ellas sirven al ojo, ventana del alma y el sentido más noble de los humanos, pero no todos los ojos son iguales, ni todos tienen la misma capacidad de ver, ni todos han visto y ven las mismas cosas y las ven de igual manera, ni tan siquiera todos los pintores tienen exacto conocimiento de los mecanismos de la visión ni poseen idéntica diligencia y destreza para representar las figuras de tal manera que los contempladores puedan reconocer sin esfuerzo, y por medio de sus actitudes, la intención del pintor al representarlas. Leonardo da Vinci, el último de los pintores del Renacimiento, pretendió que la pintura no traspasase los límites de la mente, que comenzase y concluyese en ella; Masaccio, el primero de aquellos pintores, seguramente tan sólo buscó que sus figuras (hombres, caballos, perros y todas las cosas dignas de ser vistas) fuesen tan verdaderas como las que reflejan los espejos y que-ocupasen -como diría en 1435 (De Pictura) el humanista, más que arquitecto, Lean Battista Alberti- un cierto espacio. Entre el nacimiento de uno, Leonardo da Vinci, y el del otro, Masaccio, corre medio siglo y algunos meses; entre la muerte de uno y de otro pocos años menos que un siglo; entre sus obras, uno de los períodos más brillantes de la historia de la pintura, el que permitió a Leonardo da Vinci no tan sólo parangonar al pintor con el poeta, sino proclamar al pintor como señor de toda suerte de cosas, de todo aquello que en el Universo es presencia o ficción: "¿qué poeta, oh, amante, podría presentarte con palabras la verdadera imagen de tu capricho con tan gran fidelidad como el pintor? -escribió Leonardo-- ¿Qué poeta podría mostrarte los ríos, los bosques, los valles y campiñas, escenario de tus pasados deleites, con mayor verdad que el pintor? y si tú me dices que la pintura es de por sí muda poesía, la cual no puede hacer hablar a aquello que representa, ¿acaso no se encuentra tu libro en condición peor? En efecto, aunque en él aparezca un hombre que por sí mismo hable, no vemos cosa alguna de las que habla, cosa que sí veremos si alguien habla por pinturas, las cuales entenderemos como si hablasen, cuando las acciones de las figuras sean conformes a sus estados de ánimo". En el Renacimiento, la pintura abarca, ciertamente, las infinitas formas de lo visto y lo imaginado, la belleza del mundo todo. ( Joan Sureda, del «Prólogo»).